A Daniel....
La poca iluminación de la
carretera oscura solo me dejaba ver unos pocos metros delante del auto que iba
conduciendo hacia un destino incierto. No me importaba el rumbo en esta loca
carrera porque ella me acompañaba.
Al fin, unas horas antes había
llegado la llamada que deseaba. Era ella que esperaba verme.
“¿A dónde vamos?” – le pregunté
entusiasmado al verla con una sonrisa que no disimulaba mi sentir.
“No lo sé, por ahí” – me contestó
sin mucha expresión en su rostro como siempre. Como si yo fuera la última
esperanza o un premio consuelo a la soledad que es peor.
Le abrí la puerta en un gesto
caballeroso y ella, sin mirarme, se sentó en el lugar del copiloto observando
hacia adelante. De un salto estaba yo al volante y partimos. Manejé el auto,
mientras por las ventanas, el tiempo pasaba haciendo de la ventosa tarde una
noche oscura.
La miraba de reojo mientras
conversaba de todos los temas que se me ocurrían, era casi un monólogo, ella
solo respondía con monosílabos que demostraban, que al menos, me escuchaba. Su
cabello volaba por el aire de la ventana semi abierta trayendo a mí su olor
dulce a castaña.
Su delgado vestido blanco, como
brillantes alas traslúcidas de hada, se le pegaba al cuerpo con la complicidad
del aire que me permitía contemplar su figura.
Volteó a mirarme pidiéndome que
la acompañara, yo asentía pensando que la seguiría hasta el mismo infierno. Me
miró penetrando hasta mi cerebro con sus ojos marrones y luego siguió mirando
fijo el camino con una mirada insistente y su boca se dobló en una sonrisa
extraña.
Miré al mismo punto que ella y vi
el final del camino. Un hueco negro nos esperaba, un abismo cuyo final solo
conoceríamos con la muerte. Traté de frenar disminuyendo la velocidad todo lo
que pude hasta casi parar cuando oí su voz llamándome.
Estaba de pie a un lado del
camino, había logrado bajar cuando disminuí la velocidad y gritaba llamando mi
nombre. El vestido blanco se agitaba en la oscuridad de la noche como una
aparición fantasmal. Salté saliendo del auto corriendo hacia ella, tomé su mano
agitado y me haló hacia un sendero en el camino.
De pronto, un sonido ensordecedor
me hizo voltear hacia el precipicio. Me acerqué al borde y vi el auto, del cual
me había bajado minutos antes, en el fondo. Sus partes regadas delataban el
recorrido de la caída y yacía destrozado abajo. Algo me hizo bajar
descolgándome por las rocas de aquel lugar hasta llegar al él. La neblina de la
noche lo envolvía.
Adentro, ella respiraba aun con
dificultad, nadie conducía, recordé que me había bajado de un salto
y……pero……¡la había dejado adentro!
Busqué alrededor a la aparición
de vestido blanco pero ya no estaba, estaba sólo con ella.
“Tengo la muñeca rota” – me decía
posando su mano en la mía, mirándome con los ojos suplicantes, casi inocentes,
mientras su sangre bañaba mi ropa bombeada por los últimos latidos de su
corazón taciturno.
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