Ascendí a la tierra fría al escuchar aquel llamado
suplicante. En su voz se sentía la agonía de la desesperanza, la angustia de la
última salvación, la plegaria final antes de la total oscuridad.
Las paredes de piedra del templo lo sumían más en las tinieblas.
A lo lejos las voces del canto de los monjes rebotaban en los estrechos
pasillos que conducían a la celda más oscura,
lejana y olvidada del monasterio. Sólo reservada para aquel culpable del
crimen más execrable y asqueroso que existiera. Ese era mi destino, aquel
desdichado era ya un muerto en vida ¿Que más podía ofrecerme que su propia alma
a cambio de su insignificante vida? El averno estaba lleno de basura humana
como él.
Tomé la antorcha que colgaba fuera de la puerta de su
prisión y me presente frente al condenado monje.
- "Rey de las tinieblas"- bramó echándose a
mis pies con la mirada en el piso- " Salvadme de mi infausto destino,
arrancadme de mi lóbrego castigo, emparedadme quieren esos impíos sino cumplo
con lo que les prometí para salvar mi vida. A cambio le daré mi alma ya que
otro bien no poseo, seré su fiel esclavo al llegar a su reino cuando me toque
la hora aciaga"- lloriqueo el desdichado.
Me dijo lo que deseaba el infeliz, fue fácil
complacerlo. Todo el conocimiento del mundo estaba en ese libro, ninguna falla
podía ser encontrada, el manuscrito era de un arte insuperable y las letras
brillaban por la tinta usada en ellas. Como última condición a la creación de
aquella obra, estampé mi magna figura en una de las páginas de ésta para
recordarles quien era el autor y se la entregué.
Desaparecí de su vista pero no del lugar. Me quedé
mirando el desenlace de la historia del monje negro. Llegaron los otros monjes
quedándose estupefactos ante la obra maestra frente a sus ojos, sentí orgullo
de autor y seguí observando. Afuera se escuchaban gritos de alguna bruja siendo
quemada, el olor a carne chamuscada llegaba a mí, llenándome los sentidos.
Los monjes llevaron el gran libro al abad del
monasterio, el monje negro respiró aliviado al ver su vida salvada pero ¡ay del
que en el destino traicionero confía! Lo agarraron entre varios, empujándolo al
hueco de una de las viejas paredes del claustro, lo amarraron y no se
conmovieron de sus súplicas mientras levantaban una pared que lo cubría. ¡Ah
malditos monjes! Sentí tanta satisfacción al sentir que tendría aún muchas
almas para llenar el infierno.
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